La de Isabel Marant es una historia contemporánea. No sólo porque es una marca que naciera -en París- a mediados de los noventa, que también, sino porque la suya es una historia de heroísmo sin heroicidades, de prendas hechas y pensadas para el día a día, de un triunfo silencioso, del único triunfo posible hoy en día.
Marant comenzó haciendo joyas. Había recorrido el mundo con una mochila y quería reinterpretar los objetos artesanales con los que se había encontrado durante sus viajes por Asia y África. Lo que ganó con las ventas, lo reinvirtió en crear prendas de ropa. Así fue como comenzó todo.

Aunque probablemente nadie apostaba demasiado por una marca como Isable Marant, ella contaba con el apoyo de su madre, muy vinculada al mundo de la moda. Cuando surgió, Tom Ford y su apuesta por una mujer sexy y agresiva estaban en plena ebullición. Sin embargo Isabel Marant proponía una moda sencilla, cálida y realista. En definitiva, la antítesis del diseñador tejano. Pero la moda y sus ciclos giraron y todo cambió. A finales de los dosmiles, la marca francesa impuso un look depurado, limpio, sencillo y extremadamente chic, que conectaba y actualizaba un estilo tan francés como el de Céline o Chloé.

Con el siglo XXI continuó la expansión y el afianzamiento de la estética Marant y la firma inauguró tiendas en Nueva York y en España, donde sus prendas siempre habían sido muy bien recibidas. Y con el éxito le crecieron las imitaciones de sus diseños, auténtico caballo de batalla de la francesa: “Antes, si una temporada dabas con una idea potente, podías continuar con ella la siguiente. Hacerla evolucionar. Ahora es imposible. Las tendencias estallan inmediatamente y no tienen recorrido. Tienes que renovarte por completo cada seis meses porque tus ideas han estado tan machacadas que parecen viejas. Hay copias que llegan a las tiendas antes que mis productos”.

Fuente: Vogue.es